Si hay algo en este mundo que nunca dejaré; o
una obligación que no podré cumplir, ésa será con la música. Por eso me tomaré el tiempo para dedicarle unas palabras a ese arte que,
por muy distante de las pautas psicológicas pudiera sonar, me resulta una
exigencia en toda regla para seguir viviendo. Sin ella, la existencia sería
puro cuento.
Definirlo es difícil.
La música es la prolongación de la vida que no
vives, tiene el maravilloso poder de hacerte pretender ser quien no eres.
La música es a los recuerdos lo que la ilusión a la vida. Hablar de música,
para quien la ama sobre todas las cosas, es algo necesario; es más, no me cabe
duda de que las personas que acuden a conversaciones sobre ella, me son del
todo adictivas. Sin importar géneros, favoritismos o cualquier otra
consideración al respecto, amar la música te hace cómplice de aquellos que la
sienten y sufren igual; es como si compartiésemos un enorme mismo corazón, por
supuesto, con todas las diferencias y colores propios de la escucha de cada
cual. No cabe duda de que la música es el idioma universal de las
emociones. La música concreta sensaciones que ni el propio raciocinio
humano alcanza a representar con un mínimo de destreza. Es, en definitiva,
lo más hermoso que puede pasarnos.
Para sus leales amantes, la única forma
efectiva de escuchar y de sentir la música es hacerlo como un propósito en sí
mismo, nunca como complemento de otra actividad; además, la música más
especial se guarda para escucharla en soledad siempre. En ese grupo social innumerable que la requiere
casi constantemente, existe una conexión tal que nos hace palpables a
distancia, desplegando puentes que unen distancias inimaginables.
Para los que así la entendemos, no basta la
expresión de que la música es la banda sonora de nuestras vidas; al contrario:
nuestra existencia es la banda sonora de ella. Vivir sin música es la mayor
aversión humana que alguien pueda realizar, es morir con más convencimiento.
Transcurrir día a día, aceptar penas, la incomprensión que nos rodea. Pareciera
como si no estuviera en nuestro poder el sentir algo tan especial por ella,
como si, realmente, debiéramos sentirnos elegidos por el hecho de que sea la
música la que nos ame a nosotros, nos adorne y, en definitiva, nos prefiera.
Nos sentimos usados por ella y nos gusta. Resulta asombroso que, con todos los
giros e imprevistos que pasamos, sea esencialmente su apoyo el que nos siga
entendiendo. Atiende atentamente mientras viaja en nuestros oídos siendo, pocas
veces, la respuesta a todas las preguntas.
La música es lo más parecido a la magia que ha hecho
el ser humano. Nunca llega temprano o tarde, siempre llega en el momento
justo. En ciertos momentos, la música hace por nosotros aquello que los
demás ni conocen, ni pueden. A través de la nostalgia y de la melancolía,
encuentra una de sus líneas de escape preferida: revivir cualquier tipo de
sensación desaparecida a través de la música. Seguros a su amparo, es el único
refugio que, en ocasiones, puede ser compartido: recuerdo cuando no hacía falta
nada más que otro par de pupilas a mi lado mirando el techo, sin hablar, mientras su sonido lo llenaba todo.
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